Ejes y entrañas de nuestra ciudad. Parte I.

Esta vez, la vida y el cumplimento de mis labores me llevaron al elegante edificio de la calle del Correo Mayor número 11. Para acceder a él, caminé desde el Zócalo a través la calle de Moneda, y quiero precisar, que antes de echarme un clavado en ella, desde donde hace esquina con la calle del Seminario hacia el oriente, se me antojó bellísima, como esa Ciudad que me gustaría siempre recordar.

La calle de Moneda conserva aún un aspecto casi bucólico para quien la mire, muy similar a la estampa que debió haber tenido en el siglo XVIII, en gran medida a la falta de vegetación y al hecho de que los monumentos casi intocados (a pesar de que la calle la pavimentan, repavimentan, levantan, cierran y abren constantemente) se logran ver hasta la hundida iglesia de la Santísima Trinidad al fondo.

Moneda es una delicia: entre olores –a veces agradables como de esquites, a veces desagradables como de cloaca- y en medio de pregones que se antojan similares a los que Madame Calderón de la Barca escuchaba en el siglo XIX-, vemos frente a nuestros ojos todo un espectáculo de gente que viene y va, colores, palacios, iglesias que se hunden, casas de vecindad y hornacinas esquineras que nos guiñan el ojo. La venta de carbón, manteca y sebo se ha sustituido por la de los ambulantes que ofrecen carteras y bolsos baratos (aunque en un descuido uno se ve sin una ni otra cosa), bisutería y juguetes chinos (¡qué éxito de Picachú y los dinosaurios que crecen en el agua!). Dicho lo cual, la monumentalidad recorre aquí el corazón del Centro Histórico y nos conecta con lugares asombroso.

La calle de Moneda, primera de muchas cosas: aquí, en el siglo XVI, se fundó la primera universidad de América, muy cerca de la entrada al Museo del Templo Mayor (por cierto que en los bajos del edificio de la primera universidad desapareció la cantina “El Nivel” que dicen, era la más antigua de la Ciudad. No olvidemos que un legado etílico-histórico también es patrimonio intangible). La antigua Casa de Moneda (hoy Museo de las Culturas), parte original del complejo del actual palacio Nacional da nombre a la calle y fue primera del continente. La primera imprenta de América no quiso quedarse atrás, y fue fundada en 1536 en la esquina del callejón Primo de Verdad que desemboca en los vestigios de las entrañas de otra ciudad, Tenochtitlan, más vieja pero igual de llena de simbolismos, y que se sacrificó para ser la base de esta la ciudad mestiza y conventual –también divina- cuyo alumbramiento doloroso hoy es casi imperceptible. Junto, el carmelita y salomónico extemplo de Santa Teresa “la Antigua” y su peraltada cúpula neoclásica sorprenden. En otro punto, se asoma el antigua Academia de San Carlos, con su reformado edificio neoclásico donde pasaron los más grandes maestros y alumnos de las artes novohispanas y mexicanas, ¿y qué creen?. También primera en el nuevo mundo.

Otros edificios no se quedan atrás: imponente, el Palacio del Arzobispado (donde la tradición señala que Juan Diego mostró su tilma con la imagen de la Guadalupana impresa al Arzobispo Fray Juan de Zumárraga), se yergue con una inscripción apocalíptica flanqueando su robusta entrada, las Casas del Mayorazgo de Guerrero  Dávila (o “del Sol y la Luna”) son obra del gran Guerrero y Torres, el templo de monjas concepcionistas de Santa Inés muestra bellísimas tallas en la madera de sus portones, y al fondo, la filigrana de piedra que es la iglesia de la Santísima Trinidad, remata la histórica vía, que se prolonga hasta los antiguos arrabales de San Lázaro.

Como recomendación, si ya llegaron aquí, tanta cultura les habrá dado hambre. En los alrededores de la calle de la Santísima y de Alhóndiga hay varios locales en que se ha asentado un número importante de oaxaqueños que ofrecen sus manjares en forma quesillo, tlayudas y chapulines. ¿Y qué decir de las cercanas “gorditas” de Alhóndiga 22? En medio de gorditas de verdad, de frutas, mochilas y un entorno ruidoso y cochambroso, la experiencia de lo apretado del local de vecindad histórica, su apabullante éxito y las “dos salsas” que ofrecen sobre sus fritos productos, es de lo más delicioso que un navegante citadino pueda encontrar en el área.

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